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Elogio del Silencio (II)

JUL 20, 2022

P. Álvaro de María, msp (español)

Hay silencios y silencios…

Está el silencio exterior, pero también el interior. Cuando son silencios “buenos”, normalmente el uno llevará al otro, y el otro al primero. Pero ¡cuidado, porque de ambas clases los hay también de los “malos”!

Me explico mejor con algunos ejemplos de uno y otro. 

En cuanto al silencio interior, en general, se trata de acallar aquellas cosas que nos pueden distraer o incluso desviar de lo verdaderamente importante (Dios): mi yo (con sus dosis de amor propio), miedos, pasiones, tentaciones, preocupaciones (hay que “ocuparse”, pero nunca “preocuparse”). La preocupación conlleva mucha falta de confianza en Dios y muy fácilmente nos lleva a la ansiedad, la angustia, o sea, a perder la paz, lo que lógicamente no puede ser de Dios: “tened cuidado: no se os emboten vuestros corazones… con las preocupaciones de la vida” (Lc 21, 34). 

Pero es que también podemos estar silenciando la voz de Dios, y éste sí que es un silencio interior malo. Podemos estar sintiendo que el Señor nos pide algo, ese “algo más” que en un primer momento parece “incomodarnos” porque nos desestabilizaría, rompiendo nuestros planes; entonces lo desatendemos; ponemos en “off” esa voz de nuestra conciencia a través de la que Dios nos habla desde lo profundo de nuestra alma. Así, para acallar mejor esa divina voz, corremos el enorme peligro de buscar “santos paliativos” o sustitutivos o como les queramos llamar. 

Por ejemplo, con todo lo bueno que tienen los voluntariados en sí mismos, ¡cuántos jóvenes recurren a ellos como “sucedáneos” de entrega parcial y limitada a esa otra entrega total y radical que intuyen (o saben) que Dios les está pidiendo! (¡Así acallo la conciencia y me quedo -o trato de quedarme- tranquilo!...).

Y, como los voluntariados, igualmente los “grupos de oración”: ¡cuánto bien hacen! Pero esto me da pie a proponer otro ejemplo, entre tantos que nos puede sugerir nuestra retorcida mente, animada por el “padre de la mentira” (Jn 8, 44) al que le gusta disfrazarse de ángel de luz (2 Cor 11, 14); esto es: el de incluso “pretender” un mayor compromiso con la oración (sobre todo a través del recurso a participar en algún grupo) para de ese modo no tener que ceder a esa otra invitación de un más serio compromiso apostólico. Claro que también se puede dar el caso inverso: caer en el activismo para acallar la invitación del Señor a consagrarnos más a la oración. Sabemos aquello de “in medio stat virtus”, y qué difícil es muchas veces guardar el sano equilibrio. Y nosotros, ¡qué retorcidos!

Y pasemos a tratar de discernir o identificar también los peligros (o trampas) de ciertos silencios exteriores: sobre todo los benditos “mutismos” con los que tanto daño podemos hacer. 

A esto se suma la tendencia de hacer del vicio una virtud: siempre poner atención a que el “mentiroso” no se cansa de meter siempre su zarpa en todo. Hay silencios (en matrimonios, en familias, en comunidades religiosas…) que “matan”: individuos super simpáticos con las visitas y los de fuera, pero unos cactus secos de puertas adentro. ¡Podemos hacer mucho daño con hechos, con palabras, con un simple gesto, pero también con nuestro silencio! Es cierto que es preferible no decir nada a decir algo de lo que podamos arrepentirnos, pero también es mejor (lo ideal) tener una palabra amable o al menos una significativa sonrisa (que siempre será un ejercicio, a veces heroico, de caridad efectiva) que un silencio con el que podríamos estar demostrando nuestra intolerancia o falta de perdón.

Otro ejemplo de silencio exterior malo es el que podemos identificar, de modo general, como pecado de omisión. Quizás no son los pecados de omisión aquellos de los que más seamos conscientes y nos contristemos fácilmente… pero creo que el no haber hecho el bien que pudimos hacer puede llegar a ser más grave -y por lo que quizás no tengamos cargo de conciencia-, que el mal que cometimos y del que siempre podemos arrepentirnos). 

Tenemos varios significativos ejemplos de pecados de omisión en la práctica de las obras de misericordia, sobre todo (en lo que respecta al tema del silencio) en las “espirituales”: corregir al que se equivoca, dar un consejo al que nos lo pide, consolar a los afligidos, etc. 

Concreto en un tema: el de la injusticia. El que la haya vivido alguna vez sabrá lo difícil que es no defenderse frente a un insulto o a una calumnia (pues nuestro instinto de conservación se rebela), guardar silencio -no sólo exteriormente, sino también y sobre todo interiormente (no juzgando al que me está haciendo mal; no permitiéndome deseos de venganza; no quejándome…). Pero considero que este guardar silencio es heroico, cuando lo vivimos con esa misma disposición de paciencia, humildad y oblación de Cristo, el Cordero inocente inmolado, al que nos une más (con una potencialidad elevada a la enésima) por seguir sus huellas: “fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca” (Is 53, 7).

Pero distinto es (y ha de ser) cuando vemos que se cometen injusticias contra los demás (especialmente los más débiles): en esos casos debemos hablar, debemos condenar, debemos actuar (es la puesta en práctica más radical, aunque no la única, del actuar la misión profética que se nos ha dado en nuestro bautismo). En esos casos nuestro silencio nos haría cómplices de la maldad cometida, partícipes de ese pecado. ¡Malo, pésimo silencio exterior!

¡Hasta la próxima, y… buen discernimiento!